Lentamente la luz tibia del amanecer
empieza a bañar la plaza, sus edificios colindantes y también la estatua de
Moret mirando al muelle.
De la sombra de la
noche en los escalones del monumento algo se mueve, el único signo de vida a
estas horas junto con los primeros arrullos de las palomas.
Se palpa la cara al
notar la claridad en los párpados con la mano pegajosa del vino que vertió
anoche. Se diría que es la sombra de un rey, con los escalones por trono, el
sombrero de copa por corona, el chaqué por manto regio y la botella agotada por
cetro.
Al
sonido de palomas y gaviotas ya comienzan a sumarse el taconeo de las
cigarreras, los portuarios más madrugadores, la premura de hombres de bien y
hombres de Dios buscando las últimas sombras de vuelta a casa para evitar
cuchicheos. El olor de los primeros cafés, el bastón del sereno y al fin las
campanas de la Catedral rescatan de golpe al elegante borracho de los brazos de
Morfeo. Con los músculos entumecidos aún por el frío de la noche, consigue moverse al otro lado del
monumento, buscando el calor de los primeros rayos.
La vida en la ciudad
ya palpita y el arruinado millonario observa la escena mirando al muelle. El
tiempo va pasando y tal es su quietud, que una paloma lleva un largo rato
posada en la copa de su sombrero como si nada. Y como si de una sombra se
tratara, se da cuenta de que ningún transeúnte ha reparado en él.
Siente
su tez pálida algo acalorada por la larga exposición al sol, así que busca el lado
al que apunta la sombra de don Segismundo para moverse de nuevo. Perdió hasta el
reloj de bolsillo pero calcula que deben ser alrededor de las diez ya. Hace un
rato las campanas llamaban a misa de nueve pero el levante aún no ha traído la
sirena del vapor. Cuando siente la necesidad de buscar otra vez el calor de la
luz, rebufa al ver cuánto se ha desplazado ésta y el esfuerzo que le va a
costar. La resaca debe estar desapareciendo porque su pensamiento vuelve a ser
más lúcido. No recordaba que su barba fuera tan profusa, pero no se lo
cuestiona. Siente el picoteo de la paloma agujereando su sombrero, pero no se
inmuta. Prefiere cerrar los ojos y disfrutar el calor del sol, el olor de los
primeros guisos llegando de balcones y tabernas, los pregones de los vendedores
ambulantes.
Vuelve
a refugiarse del lado de la sombra bajo ese improvisado reloj de sol en que se
ha convertido el monumento. Y a la sombra observa el espanto de discusiones
cada vez más encendidas que acaban en gritos y llantos, proclamas de libertad y
de orden, puños en alto y manos extendidas. Será que la resaca no había pasado
aún como se pensaba o quizás de nuevo el sol lo había alcanzado y todo era
fruto del ensoñamiento de la siesta, a pesar de que ni había comido ni tenía
apetito.
No, definitivamente
algo pasa. Abre los ojos de par en par y no puede creer lo que ve. Un ruido
horrible de unos vehículos de metal, pero completamente de metal. ¿Esas ropas? Sí,
las mocitas se ven bonitas pero… ¿y los jóvenes? ¿cómo es posible que lleven el
pelo tan largo como ellas?
Ha debido enfermar de
locura, solo puede tratarse de eso. Se tapa el rostro en un vano intento de
huir de esa pesadilla y observa sus manos bronceadas como los de cualquiera de
sus empleados y sirvientes, además de mugrientas y resecas. La barba
desgreñada, la paloma anidada en su sombrero, su chaqué sucio y agujereado.
No entiende nada y
aceptando su supuesta locura rompe a reír a carcajadas que deben llegar hasta
el edificio del ayuntamiento al fondo de la plaza. Sin embargo, sigue siendo
ignorado por todos los transeúntes. Los jóvenes de modales inaceptables, los
niños jugando a ese deporte que trajeron los ingleses, las señoras haciendo
ellas mismas los recados y las faenas de la casa. Oh y sus esposos cantando
orgullosos esas coplas indecentes de la chusma más analfabeta.
Pero
no se mueve de ese islote. Por un lado no tiene fuerzas, por otro, no puede
apartar su atención de la vida que se desarrolla en la plaza cuando el sol ya
empieza a esconderse tras la Catedral. Ha dejado de cuestionarse todos esos
cambios de la gente, de la moda, de la propia plaza. Se ha vuelto loco sin más.
Loco, arruinado, sucio y harapiento. Es normal que todo el mundo lo ignore, él
mismo lo haría. Él mismo ya había ignorado antes a muchos vagabundos y
mendigos. Ahora, al parecer, de la noche a la mañana, se había convertido en
uno, aunque ni vagaba ni mendigaba. Llevaba todo el día allí plantado
contemplando la vida pasar ante sus ojos. ¿De verdad tantas cosas podían
suceder en tan poco tiempo? ¿tantas sensaciones, tantos sentimientos,
pensamientos, reflexiones? Nunca había sido consciente de ello. Un hombre como
él, nacido para el éxito y ambicionar más éxito no tenía nunca tiempo para
entretenerse en esas tonterías.
Una
sonrisa de sensatez apareció en su rostro cuando miró hacia arriba y comenzó a
admirar las primeras estrellas mientras los tonos anaranjados del atardecer
iban desapareciendo de las fachadas.
Mientras, la gente de nuevo gritaba, parece que de alegría esta vez. Banderas y más banderas, rojas y amarillas, verdes y blancas, amarillas y azules. Siente la alegría de un niño y la contención de un viejo.
Ya
vuelve la noche, pero ese invento revolucionario que llamaban luz eléctrica
parece que funcionó y se fascina con las sombras en sus diferentes tonos. También
se entristece viendo algún cuerpo decrépito vagando o escondidos en los
rincones más oscuros con unos papeles plateados. Vuelven los gritos, de furia,
de obreros vestidos de azul, una humareda a lo lejos en mitad de la bahía. Para
ver su propia ciudad no ser ni la sombra de lo que fue, mejor dormir y rezar
para que el amanecer lo despierte en la comodidad de su casa, veinticuatro
horas antes de ese sinsentido.
Pero,
por otro lado, tampoco quiere conciliar el sueño. Todo lo que ha experimentado
le ha cambiado por completo. Ha observado, ha aprendido, ha admirado, ha
comprendido. Siente que ha vivido, allí sentado e ignorado, a la sombra de la
sociedad a la que pertenecía, más que en toda aquella exitosa vida qué recuerda
tan lejana. Harapiento y mugriento por fuera, tal vez. Pero se compara con esos
paisanos suyos que miran hacia abajo a no sé qué cosa que llevan en sus manos o
con los que corren como el conejo de Alicia o con esos otros de rostros
ensombrecidos de enfado y se siente más millonario de lo que era la noche previa
antes de que llegara, a saber cómo, a los pies de Moret. Loco, tal vez, pero en
el fondo no quiere despertar al amanecer y perder esa fortuna que nunca valoró.
Por
el resto de la noche tan pronto rompe a llorar como a reír, continuamente,
hasta que ve como la luna de plata comienza a bajar tras la cúpula de la
Catedral. Saca fuerzas para levantarse y gritarle a la desesperada que por
favor no se vaya.
Debajo
de su longa barba descubre una tremenda rotura de su chaleco que alcanza hasta
su muda interior blanca. Cuando pasa los dedos, imágenes golpean su mente y en
cuestión de segundos todo encaja. La timba clandestina, las cartas, el último
vano intento de no perder su negocio y la casa familiar, la falta de
respiración tras los puñetazos en el estómago, el dolor intenso de aquella hoja
penetrándole, aquellas últimas palabras de su verdugo: “perdido el tiempo,
perdida la vida”.
La mañana del 19 de abril de 1913 su cuerpo fue encontrado inerte bajo el monumento de don Segismundo Moret. Su espíritu lleva más de cien años vagando libre por las calles contemplando las luces y sombras de la historia de su ciudad, riéndose a carcajadas de tantos millonarios equivocados.
Lástima que tuviera
que perder la vida para convertirse en millonario de verdad.
Mis dieses, querido Antonio. Qué bien escribes, jodío. Me fascina compartir historias que parten de la misma premisa y ver a dónde le lleva a uno la cabecita. Sabía yo que si te ponías, no ibas a dejar indiferente a nadie. De verdad, lo que más me gusta es tu tono. Eres un artista, carajote!!
ResponderEliminarGracias!! Ya ves, te hice caso, se me encendió la bombilla y tres páginas que me salieron. Con su investigación y todo eh jaja.
ResponderEliminarMuchas gracias carajota