jueves, 24 de octubre de 2024

La eternidad por delante

        Aprovechando la collá de esta maravilla (Hermanas) que escribió la buena de Claudia de claudianotienetitulo aquí vuelvo con una historia para que nadie se olvide que todos llevamos un viejo dentro y que todo viejo conserva todas sus edades dentro.


La eternidad por delante


        Dos de Octubre de 2047. Exactamente la misma fecha en la que emigró a Inglaterra hace más de treinta años, don Miguel regresa a su tierra y su gente, como a él siempre le gustó decir. Más de media fuera y ahora vuelve a su trocito de paraíso para descansar definitivamente. No ha querido perder ni un momento. Todo lo había planificado desde que supo la fecha exacta de su jubilación. El último mes ha sido de locos, empaquetando, enviando, trabajando, organizando despedidas. Siempre fue una persona sana y aunque a sus 65 años hay gente más cascada que él, a don Miguel no le ha pesado nada invertir tanta energía para llegar a tiempo a esa fecha límite del dos de octubre.
Pero don Miguel, ahora que ya se queda consigo mismo en el avión y el tren, trae a flote de nuevo el miedo que provoca la incertidumbre. Vuelve a su tierra, sí, pero con tantos años de diferencia con aquella tierra que le crió, que le da miedo no sentirse identificado. Vuelve a su gente, sí, pero realmente tan solo le quedan sus dos sobrinos. Sus hermanos y su madre fallecieron hace un tiempo, sus amistades fuertemente forjadas en Inglaterra andan desperdigadas por aquí y por allá. Le ilusiona, eso sí, los ratos eternos que piensa pasar delante de la ventana de la casita que se compró delante del mar, disfrutando de la radio, la música, la lectura y la escritura. Aficiones todas que no requieren una compañía humana que se acostumbró a no esperar.
        El primer mes se lo ha tomado con calma, para reconectar cada día dando sus paseos, tomándose un cafelito en distintas terrazas. Pero ya en noviembre se siente preparado para intentar socializar.
Como el alumno nuevo que sabe que recibirá las miradas de todo tipo cuando ponga un pie en el aula, así llega don Miguel al hogar del pensionista, que a pesar de los avances del siglo sigue conservando la sencillez de antaño. Hay cosas que nunca cambian por más que el mundo lo haya hecho y en menos de un cuarto de hora ya tiene a tres viejos (porque él no se ve así por supuesto) dándole conversación en la barra.
Él, que iba solo un rato, como el que se acerca a la orilla para comprobar la temperatura del agua, y estos viejos lo han metido hasta el cuello. Todo el mundo sabe ya su nombre y hasta ya le han puesto mote, "el inglesito", cuando por fin consigue que lo dejen marcharse a casa tres horas después. Sabe que sigue solo, que la otra mitad de su cama amanecerá intacta y fría como toda la vida, pero está contento con sus viejos y sus viejas, porque ya son suyos.
        Llega diciembre y con los preparativos de la Navidad un regalo de Reyes adelantado le congela cada músculo. Inma, una de las del grupo de nuevos amigos del centro, ha aparecido con alguien nuevo. Se trata de Rocío, una vecina de Inma a la que ha logrado convencer después de dos años para que salga de casa. Tiene la misma edad que Miguel, pero una vida diferente que le fue minando y ensombreciendo la personalidad. Inma la presenta a la gente, Miguel consigue despertar de su estado catatónico gracias a la ternura que le provoca ver a doña Rocío en su primer día. Se saludan brevemente, él porque está sobrepasado y necesita salir ya de allí, ella porque se ve arrastrada por Inma, que no quiere perder ni un segundo en hacer que su amiga se reconcilie con la vida.
        Doña Rocío vuelve días después, aún bajo el ala de su amiga pero más relajada y reconociéndose a sí misma que está encontrando su lugar, un lugar que creyó perdido cuando el cuerpo le dijo basta y se vio obligada a jubilarse antes de lo que necesitaba. Con su nieta y su hija alrededor todo cambia, pero los días se vuelven siglos cuando se queda sola.
El inglesito, sin embargo, lleva días sin aparecer y todos están preocupados. Ciertamente lo conocen desde hace muy poco y aunque es de los más jóvenes y sanos del centro, a todos les asusta recibir de nuevo la misma mala noticia que siempre pulula por el lugar. Miguel lleva días paseando por la orilla de la playa ensimismado en sus pensamientos y recuerdos. Rocío fue su primer amor, el de adolescencia, aunque ella nunca lo supo. Y no es que el repentino encuentro le haya devuelto a aquellos años, hace mucho que dejó de esperar nada del amor, pero no puede ocultarse que algo se le revolvió por dentro. Decide que se tiene que dejar de pamplinas con la edad que tiene y se presenta en el centro para la reunión sobre la fiesta de navidad que hacen todos los años. A los que faltan y ya no volverán los relevan los nuevos como él y como doña Rocío, que ya ha salido del pozo gracias a esa panda de viejos.
        En los días venideros se cruzan miradas, se saludan, se preguntan y responden para conocerse hasta que pronto doña Rocío descubre que ya se conocieron una vez. Don Miguel consigue mostrar al hombre que ha sido siempre y no al chaval tímido y vergonzoso que era ante cualquier presencia femenina. A doña Rocío le sorprende ese contraste con el recuerdo vago que conservaba de él, pero le gusta. Cada vez conversan más, fuera y dentro del centro, comparten gustos, aficiones, intereses. Sin nada más de por medio, por increíble que le parezca tras sus malas experiencias, pero don Miguel es transparente y de mirada limpia. 
Sus vidas que tempranamente convergieron en las aulas, luego tomaron rumbos muy diferentes. Miguel se licenció, Rocío dejó la universidad cuando se quedó embarazada por accidente. Miguel emigró, viajó, exploró. Rocío cortó con todo por seguir ciegamente al padre de su hija hasta Canarias. Cuando la venda cayó regresó para sacarla adelante por sí sola con la ayuda de su madre y relegó para siempre el lugar prioritario en su propia vida.
        Ahora, en el invierno de sus vidas, vuelven a converger en tiempo, lugar y circunstancias. 
En el enero de su reencuentro una primavera adelantada ya germina en sus miradas. 
        En el carnaval de la calle, a resguardo del fuego cruzado de coplas y aplausos, se quitan la máscara de prejuicios y habladurías y en una casapuerta cualquiera devoran de los labios del otro el amor que les quedó pendiente y que huyó de ellos durante tanto tiempo que marcó sus vidas.
Cuando sacian sus ansias Miguel rompe a reír de tal manera que Rocío no sabe cómo tomárselo. Miguel termina de cantar mentalmente una vieja copla abrazándola y besando su melena de azabache apagado, antes de responder que simplemente ya se puede morir tranquilo. Ella le dice acariciando con el pulgar la barba canosa, que ni se le ocurra, no ahora que a sus sesenta y cinco años tienen toda la eternidad por delante.
Salen de nuevo a la calle ya vacía con la ternura fundida en sus manos. El viejo Miguel le canturrea aquella cuarteta a la vieja Rocío mientras caminan de vuelta al mundo. Unas risas adolescentes estallan al doblar la esquina.

El solo estaba de paso
en el mercado clandestino,
riéndose con su cigarro
y con su vasito de vino.
Aplausos para el romancero.
La calle despide a la gente.
Ella se cruzó en su sendero.
Ocurrió no más, simplemente.
Ella brilló y dijo bueno,
él dijo vente.
Y en un portal se entregaron,
desnudaron sus labios,
los dos se devoraron,
aún les llegaba el eco
del jaleo burlesco
y su jajarear.
Salieron del escondrijo
como gato sin cola,
como padre sin hijo.
Se echaron a la vida,
en cada mano cosida
la piel de otro animal.
Él tiene sesenta años,
ella ahí, ahí andará.
Él tiene sesenta años,
ella ahí, ahí andará.

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